miércoles, 12 de noviembre de 2008

Moana


Desde lo alto de un risco se echa un clavado, la quietud del espejo de agua se rompe; todos los sonidos se vuelven graves como las notas de un bajo desafinado -así ha de sonar la orquesta del mundo desde el útero- piensa ella, mientras, las burbujas acarician su piel; no puede respirar, pero el agua fresca le ofrece un sentimiento de calma. Con los ojos cerrados se deja llevar hacia el fondo, en el horizonte de los sonidos se escucha el alarido de un terodáctilo. Abre los ojos y está amarrada a una silla, -¿debería tener miedo?-.

Hay un hoyo bajo sus pies, tan profundo que parece susurrarle las cosas que solo se dicen en el infierno; a pesar de lo que escucha, no tiene miedo, una extraña paz incontrolable le llena el alma como una jalea. Los duendecillos de las esperanzas que se esconden en las grietas del sótano, le recitan poemas dadaístas. Las hadas de las telarañas tocan sus campanitas pintando el silencio con colores que no puede ver el ojo humano. -¿Qué está sucediendo?, ¿Por qué no tengo miedo?-

Su asesino, un guapo semental de brazos fuertes se acerca a ella con una navaja, -¿debería tener miedo?- No- Un atardecer con nubes pardas anuncia su último suspiro; se proyecta sobre la pared de enfrente, como la tenue luz en el interior de una cámara estenopéica. Ella solo disfruta; el cuchillo se hunde en su carne, la sangre que habitaba en su interior escapa. Se siente bien el reventar de la mente, cuando el último hilo que apresa al alma se rompe. Ahora sabe que su verdadero nombre es Minerva.

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